Un sonsonete de claxonazos, pitazos y sirenas asaltan el sosiego de la ciudad. El zumbido de la vida cotidiana enmudece la música de nuestras calles. Merengueros, globeros, danzantes, que antes se les escuchaba rezar la melodía de sus oficios por el Centro Histórico, son sustituidos por la estridencia de un grupo de rock que se oye a lo lejos, o los tambores que intimidan el silencio con alegres batucadas. Multitud de sonidos al unísono crean un jam session en el ambiente.
Ante tal fusión de acordes improvisados, una apacible melodía destaca tímidamente y apenas se distingue entre tanto bullicio. Forma parte del paisaje sonoro y roba la atención de uno que otro transeúnte. Las notas provienen de un pesado y viejo cilindro de madera. Don Edgar lo sostiene con el pecho, extiende su brazo izquierdo con la cachucha en la mano para pedir una moneda, y con el derecho gira el manubrio a un costado del instrumento con la cadencia precisa para hacer sonar el tema de La barca.
Don Edgar viste de pantalón y camisa beige. El uniforme que desde hace dos años comenzó a usar cuando decidió ser organillero. “Antes trabajaba en una fábrica, pero me despidieron. Mi vecino, que toca el organillo atrás de la Catedral, me invitó a este oficio" me comenta. "Al inicio no estaba convencido de entrarle, creía que los organilleros eran gente floja, que no trabajaban y que sólo estiraban la mano para pedir dinero, ahora me doy cuenta de que es un bonito oficio y que me gusta, apesar de que ganamos poco y trabajamos mucho, doce horas diarias, de lunes a sábado".
Con el semblante duro me confiesa que más de una vez se ha sentido humillado. “Diario pasa gente grosera que en lugar de cooperar me grita: "ya ponte atrabajar, ya te di dinero, ya cambia el tema, diario tocas el mismo". No es un oficio sencillo comenta, "pero tiene sus recompensas". Me explica que aunque el organillo es un instrumento de origen inglés que data del siglo XIX, en nuestro país se acostumbra tocar temas de la música popular mexicana.“El que yo rento es sencillo, sólo toca La barca, Amor de dos, La cucaracha, El vals de María Elena, La Bikina, Mi viejo, Canción mixteca y Las Mañanitas”.
Don Edgar trabaja afuera de la iglesia de San Francisco sobre la calle de Madero, lugar donde se planta desde las nueve de la mañana y asegura que nadie lo mueve de ahí porque tiene el permiso de la delegación. No lo hace solo. Otros dos organilleros, con los que se turna para trabajar por hora con el mismo instrumento, extienden su cachucha repitiendo: “damita, caballero ¿gusta cooperar para que no se pierda la tradición?”, mientras que el hombre de 58 años me confiesa que cada uno tiene que pagar 80 pesos diarios para alquilar el aerófono, mismo que recogen y entregan en el Callejón de Lazarín del Toro, ubicado en la calle de Perú en el Centro Histórico.
Una vez entrados en confianza, don Edgar me cuenta que al día generalmente se lleva 200 pesos. “Cuando gano 300 es porque me va muy bien”. Bromeando, expresa que sus mujeres e hijos, que tiene regados por todas partes, ya están acostumbrados con lo poco que gana. “No es verdad, no se crea, sólo mantengo una familia".
De noche y agotados, los tres organilleros se turnan para cargar el instrumento de poco más de 30 kilos y regresarlo a la bodega de alquiler.
Don Edgar es uno de los 60 organilleros situados en el Centro Histórico. “Este es mi trabajo y lo cuido, porque sé que a esto me dedicaré siempre".
Asegura que por el dinero no se preocupa porque, "al fin y al cabo en esta vida para todos hay ¿no cree?”.
Al final de la charla le dejé unas monedas. Mirando su cachucha me dice sonriente "gracias, pero ¿si mejor me deja su teléfono?".
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