marzo 04, 2009

Ciudad de Nadie

Crónica de un asalto frustrado



I.
A quién le importan los finales felices.
Es viernes. La gente anda a paso febril sobre el atestado corredor del estrepitoso metro Indios Verdes. El subterráneo es irrumpido por una ola humana que fluye con furor y se agiliza a marchas forzadas. Es asfixiante el brío de la corriente. Todos empujan para dirigirse a la intemperie y poder salir de entre la multitud.

Con arrebatos de angustia, los transeúntes chocan sus codos, como si fueran armas punzantes que desafiaran en cada empellón la capacidad de defensa brutal y crispante de ésta siempre tan perturbada masa citadina. Ruin y molesta ocurre la travesía. Hazaña que al mismo tiempo se vuelve perniciosa e ineludible.

Desde el resquicio de la salida “A” de la escalera del metro, se logra ver la media luz del imperioso anochecer. A lo lejos se escucha el vociferar de los vendedores que continúan sobre la avenida Insurgentes Norte ofreciendo sus artículos piratas, acompañando a los conductores que desde sus volantes aguardan el último turno de salida de sus desvencijados microbuses.

Ya afuera, sobre la vía pública, se vive el arte noctámbulo de los confines de la ciudad. Gente toreando coches encabritados, esquivando perros escuálidos, tropezando con los despojos desperdigados que arrojó el día comercial, eludiendo ancianos taciturnos, mujeres calmudas, y empujando a uno que otro despistado que pudiera entorpecer el abrumador desfile de la vesania capitalina.

La oleada humana se dirige hacia el paradero de autobuses como una mancha zombi. A lo largo de la oscura travesía se escucha el taconeo constante y presuroso de las figuras errantes que huyen de la escaramuza citadina. Las arterias urbanas se hinchan al ver correr esta inminente aglomeración.

Aquí es donde comienza a oler a desperdicios. Donde el puesto de carnitas exhibe sus últimos trozos de nana y de buche en la esquina de Insurgentes y la calle Colcháhuac, al lado de los baños Sanirent que cobran tres pesos la entrada a mujeres y hombres.

Pero de todo lo que se mira, hay algo que sobresale: el misterioso vaho que emerge de las coladeras y que gratuitamente puede percibir cualquiera que pase por la zona. Es un olor nauseabundo, enfermizo, originado por los desechos que los negocios itinerantes y los peatones se dieron el lujo de arrojar a lo largo del día.

II.
Los colectivos de la Ruta 51 que van rumbo al municipio de Ecatepec, esperan la indicación de salida. El anunciante lanza un agudo chiflido seguido de un “¡Súbale a la Estrella, sí hay lugar!” La gente sube con cierto orden, y ya estando arriba, se refugian uno a uno en los raídos asientos.

El microbús comienza a andar con cierta fatiga y los viajeros afianzados en el furgón, se vuelven sumisos ante el vaivén del subversivo viaje. Envainados en los pensamientos, es probable que se creen atisbos de llegar pronto a casa, cenar con la familia, ver a los amigos, o simplemente descansar de la ardua faena laboral.

Pero la larga travesía distrae a ratos el pensamiento con el corrupto paisaje. La luz tenue que refleja el alumbrado público en esta avenida resulta ser insuficiente, brinda incluso, una experiencia claustrofóbica.

Enfurecido, el motor del colectivo enmudece los timbres histéricos de los autos que transitan por los límites del Distrito Federal. La ruidosa aventura vehicular se aleja al subir la pequeña colina que separa los suburbios del Estado de México con la metrópoli.

A estas alturas la gente bosteza. Con las mejillas trémulas por el rítmico traqueteo, la mayoría queda absorta y entregada ante el cotidiano santiamén.

En la parte trasera del microbús se tiene un amplio panorama del trayecto. Los pasajeros que suben y los que bajan, los que platican, los que leen, los que duermen, los que observan…

A mi lado izquierdo se encuentra una chica ensimismada en sus auriculares que le hacen balancear las piernas y musitar una canción. A mi derecha, un adolescente con gorra y una mochila que aprieta entre sus brazos.

III.
Justo cuando comenzaba a sentirse la quietud del fin de semana, cuando la noche nos cobijaba entre su serenidad y la rutina terminaba con el trance de la urbe, la adrenalina se dispara súbitamente después de escuchar un enérgico: “¡Saquen la lana hijos de la chingada!”. El chofer del colectivo (perplejo) detuvo el motor y apagó las luces, tal como el agresor había ordenado.

Un tipo furioso había subido a asaltar nuestra tranquilidad. Debo confesar que si bien quedé atónita, lo primero que hice fue esconder el celular en la bota (afortunadamente ancha) y sacar el billete que me había quedado de la semana, porque ¿qué es lo que hace uno en estos momentos? Gritar-correr-resistirse, ¡imposible! Eres parte de la peripecia y como tal tienes que contribuir, de lo contrario, saldrás lesionado ante la funesta embestida.

A un chico de los asientos de adelante le sucedió. Obstinado, se resistía a entregar su cartera al maleante, quien terminó por golpearle la cien con el cañón de la pistola. Aquél quedó lisiado por el golpazo, y finalmente le entregó su billetera.

Con hoscos impulsos y el arma en la mano apuntando a las cabezas de los amedrentados pasajeros, el delincuente comenzaba a recorrer el angosto pasillo, dirigiéndose hacia el sillón de la parte trasera donde me encontraba yo, vulnerable, y con mis cincuenta pesos en la mano.

Entonces ¡oh, sorpresa! El chico de gorra que sentado permanecía a mi costado, se levanta valerosamente y con voz bizarra y el hálito desgarrado le grita: ¡déjalos en paz, cabrón! ¡Bájate! ¡órale hijo de tu puta madre o me cae que te plomeo! apuntándole decididamente con un arma que parecía más profesional que la del mismo asaltante, quien exaltado por el contra ataque, bajó ágilmente por la puerta delantera.

IV.
El huracán de adrenalina nos dejó paralizados. El chofer encendió nuevamente sus luces mientras que el joven audaz, guardó su arma en la mochila y enseguida bajó del microbús, deseándonos buen fin de semana.

¡Qué ironía! ¿De dónde habrá salido este “héroe anti-atracos”, “valeroso intercesor”, “Rambo guerrero”? ¿Por qué su intrépida intervención (catalizadora de ira) nos había librado de un inminente asalto, pudiendo pasar algo fatal?
Con la impotencia contenida entre los puños, un sabor agrio en la lengua, perplejo el corazón y la boca entreabierta, comenzó un silencio incómodo en este espasmódico espacio que duró hasta mi descenso.

En la Ruta 51 (como en muchas rutas de la ciudad de México) se ha quedado un olor a impotencia, delincuencia e inseguridad. A la esencia enfermiza que se disuelve entre diversas avenidas de la urbe.

No hubo heridos esta noche, ni muertes que lamentar (¿motivo de alegría?). Entonces, la artimaña del disimulo podrá continuar, como siempre en esta sociedad que "nada" lo ve, que todo lo vive…