enero 05, 2010

Niño pobre da limosna a catedrál con pantallas de plasma

Por: César Mtz



En el púlpito comenzaba la eucaristía: humo blanco, campanadas agudas y movimientos sacros. En los pasillos y entre los feligreses pasaban personas con canastas para depositar las limosnas. Hasta atrás, más allá de las bancas, rezagadas y con el rostro de quien siente pena o se siente observada, estaban dos mujeres indígenas, con sus cabellos largos y alborotados, ropa sencilla y zapatos de plástico. Cada una de ellas cargaba en su espalda, con ayuda del rebozo, a una niña; acaso tendrían seis y cuatro años las pequeñas que moqueaban hasta los labios y se hacían bromas en su hermoso y casi extinto lenguaje. Sentados en el suelo había otros dos niños, más grandes de edad, traviesos e inquietos como todos. Y apenas un paso atrás, recargadas en el muro de la catedral de Xalapa, estaban dos niñas indígenas, ya de unos 13 años, aunque en realidad la pobreza les esconde la edad.


La catedral está próxima a sus 150 años, pero es muy moderna. En cada trabe hay una pantalla de plasma donde se puede ver al sacerdote dar su misa, y también están colgadas unas bocinas muy modernas para escucharlo mejor sin que el religioso se lastime su santa garganta. La misa es la primera de 2010 y la iglesia está abarrotada. El padre ya ha hablado de lo que es la familia, formada por un hombre y una mujer; también ha pedido una oración para nuestros funcionarios públicos y felicitó a su rebaño por estar ahí después de la cruda del año nuevo.


Si por casualidad tu mirada cruza con la de uno de los niños indígenas éstos no saben cómo reaccionar: instintivamente lo primero que hacen es tratar de sonreír, pero parece que ya olvidaron como hacerlo y en lugar de alegría lo que sale es una mueca que si te fijas bien tiene un poco de miedo, de autodescontento, no de vergüenza, son muy pequeños y sería una verdadera pena que conozcan lo que es esa palabra.


Las canastas de la limosna por fin llegan al fondo de la catedral. Son ocho, y más de un par de ellas ni siquiera miran a la familia indígena. Están llenas de monedas de diversas denominaciones y algunas tienen billetes, de a 20, 50, 100 y hasta de a 200 pesos. Una de las mujeres ha bajado a su criatura y la sienta sobre el rebozo para que no toque el piso frío, es que no tiene zapatos. La mujer no puede evitar echar una mirada a las canastas que llevan todo ese dinero, más de lo que ella podría tener en cualquier año nuevo, en cualquier navidad y en cualquier otro día.


Desde el suelo, uno de los niños también mira la canasta y todas esas manos que se estiran para dejar los dineros que tintinean alegres al caer. Entonces, quien muy probablemente es su madre busca entre sus ropas alguna moneda, y lo que encuentra se lo da al niño. Alegre, éste se levanta y estira su mano, suelta las monedas que tanto le hacen falta y regresa al suelo con una gran sonrisa. Piensa que es un juego, o quizá que hizo lo correcto, o, peor aún, su madre piensa que con eso su hijo irá al cielo, aunque la tierra sea un infierno.


Mientras el cura dice eso de tomad y comed porque es mi carne y tomad y bebed porque es mi sangre, uno no puede dejar de pensar en toda la falta que les hará ese dinero, y todo para qué, carajo, para que de ahí compren pantallas de plasma, bocinas, micrófonos, cámaras de seguridad y videocámaras. Qué jodida vida, estamos en la era medieval, dando lo poco que se tiene para comprar un cachito de cielo. La doble moral en las narices de dios. El demonio institucionalizado, exprimiéndole la vida a los más pobres sin piedad alguna. Y nosotros observando el espectáculo desde la primera fila. Ni para qué pensar en los 20 millones de mexicanos en pobreza alimentaria.

Una mujer que ha observado la escena llora. Llora en secreto y no es justo. ¿Te ha pasado que lloras de rabia? ¿De impotencia? ¿De saber que algo está mal y nada va a cambiarlo porque muy probablemente no es culpa de nadie? Y por supuesto, nadie se busca culpas gratis. Que otro se preocupe, que sea otra persona la que llore, yo no, yo estoy bien, yo tengo chamarra y dinero porque para eso estudié. No, no es culpa de nadie.


La hostia está lista y las personas se forman para comulgar. Por supuesto, los indígenas se quedan, ellos no pueden recibir a dios. En las pantallas se ve a cada uno de los feligreses comiendo esa insípida masa blanca.

Y en la parte final, cuando se le desea al prójimo que la paz del Señor esté con él, muy pocos dan la mano a esta familia de pobres, son ninguneados igual en la calle que en la iglesia. Y su voluntad se hará, pero añicos.


Ya fuera de la catedral, la mujer que lloró hizo suyo el problema y respondió como pudo: dándole un billete de 20 pesos a la señora indígena. No fue una limosna, fue simplemente querer ser un poco más justa y menos egoísta.