abril 24, 2010

QUE LOS INGENUOS SE MUERAN DE MIEDO

No resistió y ya casi para terminar el concierto volvió hacer alusión a los ingenuos.

Desde que se paró en el escenario pasadas las ocho y media de la noche, recibido con la euforia de un Auditorio Nacional a medio llenar y que al final lució repleto, Joaquín Sabina parecía decir algo. Además de su distintivo sombrero negro, ese que se replica cada tanto entre sus seguidores, salió con un saco de camuflaje militar, y atrás, entre el cruce de las solapas, se asomaba un tímido signo de interrogación que implícitamente preguntaba ¿por qué?

Empezó con Tiramisu de Limón, una rola de su nuevo disco, Vinagre y Rosas, que vino a promover con esta gira a la que le quedan seis conciertos de vida. Desde el inicio, una señora allá abajo, en la zona de más de mil quinientos pesos, ya bailaba en su lugar. No faltó quien le hiciera segunda y tercera: se pararon, gritaron, aplaudieron.

Será que en México es mal visto ser capitalista aunque culturalmente somos más cercanos al norte del continente que al Caribe; o que simplemente los gobiernos de derecha se han puesto el pie ellos solos; o que en la Ciudad de México en verdad hay una arraigada ideología de izquierda; sea cual sea el motivo, a Sabina –que en sus canciones además de hablar de alcohol, amantes y drogas, lamenta que en la fatua Nueva York / da más sombra que los limoneros / la estatua de la libertad, y que apenas declaró que no firmará contra Cuba (por la muerte del opositor Orlando Zapata) mientras exista Guantánamo y persista el bloqueo–, a él, se le hizo sentir el cálido apoyo mexicano durante su último concierto en esta capital.

A penas un par de canciones y el cantautor dedicó el concierto a personas que son parientes directos de dos de los mexicanos que más admira, admitió: Paloma, hija de José Alfredo Jiménez, y Cuauhtémoc Cárdenas (fundador del PRD) “hijo de ¡Mi General!”. Y carraspeó un ¡viva México, cabrones!, que hizo vibrar al auditorio.

Luego el concierto se puso melancólico y tequilero con Boulevard de los sueños rotos, donde bien dice al cantar que “las amarguras no son amargas cuando las canta Chabela Vargas y las escribe un tal José Alfredo”. Aprovechó para recordar su admiración hacia la mexicana de más de 90 años. Calle melancolía y Vinagre y rosas, sencillo que da nombre al disco y a la gira, le siguieron.

Con su nueva corista, Mara Barros, a quien presentó resaltando que no tiene un gramo de silicona, realizó algunos performances, como el de la canción Medias Negras, donde la mujer se vistió de “cenicienta de saldo y esquina” bajo la luz de una farola y le robó el corazón al español. “En mi casa nada está prohibido”, presumió Sabina en Peor para el sol y me lo imagine esnifando “el último gramo”.

Recitó, como ya es costumbre en sus presentaciones, un poema antes de algunas canciones. Uno de ellos para enaltecer a México. Poema que erizó la piel. Si fuéramos entre los mexicanos como somos con los de fuera, que ven un país hermoso, seríamos otros.

Salió del escenario para, antes de hablar de amor, cambiarse esa chaqueta de apariencia militar por un frack negro.

El amor de Sabina es un amor difícil de comprender. Con eso de “yo que nunca tuve más religión que un cuerpo de mujer” y que por más que pueda dar la vida por alguien “sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría”, la cosa se pone más difícil. Pero cuando cantó en Contigo que “amores que matan nunca mueren” tocó el corazoncito de todos esos, que como él, quieren ser bucaneros. Él sabe lo que es amar, de hecho se enamora con tanta facilidad que 19 días y 500 noches es lo que se tardo en aprende a olvidarla. Su forma de amar queda clara, cuando canta que Amor se llama el juego “en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño”.

El bohemio de sesenta y un años pesa como artista opositor. Quizá su canción más fuerte ideológicamente en este concierto fue Peces de ciudad, donde critica la avaricia de “la ley del tesoro en las minas del rey Salomón”. Y qué tal eso de que “en desolation row las sirenas de los petroleros no te dejan reír”. Y ¿será casualidad que se pregunte “cómo huir cuando no quedan islas para naufragar”, cuando en una canción (fuera de este repertorio) habla de “la boina mítica del Che? Por eso fue muy criticado, acusado de incongruencia, cuando fue a comer con Calderón a Los Pinos.

Una hora antes de terminar con su concierto, que duró casi las dos y media, comenzó con el juego de me voy y regreso al coro de ¡otra, otra!

Y en esa primer retórica del que mucho se despide pocas ganas tiene de irse, El Flaco, como le dicen de cariño, despejó dudas para quien considera que sus canciones son tristes. Explicó, a modo de disculpa, que los cuatro años de sequía se debían porque había caído muy bajo: era feliz. Y ya se sabe, dijo, que la felicidad es mala componer música. Además, continuó, las musas casi siempre están con Silvio.

Luego contó cómo su amigo Benjamín Prado estuvo ahí, y ahí era un bar, para Romper una canción (libro que narra cómo se escribió Vinagre y rosas) entre trago y trago hasta terminar en Praga. Y sonó Cristales de bohemia.

Se marchó y todos de pié no pararon de gritar, aplaudir, silbar, otra, otra, sa-bi-na, sa-bi-na. Y la euforia cuando reapareció. No faltó quien le gritara gracias.

La mayoría ya no se sentó. Y ahí fue donde sólo tuvo que cambiar una palabra. Entre un repertorio de ritmos rancheros, como el de Y nos dieron las diez. En Noches de boda cantó: “Que gane el quiero la guerra del puedo / que los que esperan no cuenten las horas / que los ingenuos (y lo dijo con enjundia y se oyeran algunos chiflidos) se mueran de miedo”. Y luego: “¡ay reata no te revientes, que es el último jalón!”. La letra continúa: “que las verdades no tengan complejos, que las mentiras parezcan mentiras, que no te den la razón los espejos, que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena”.

Terminó y en su rostro enorme, proyectado en las pantallas gigantes, se le veía gozoso y retador.

En el último vaivén pinponesco del músico y su público, Sabina remató con La del pirata cojo, donde dice que si tiene que escoger una vida elige la del capitán de un barco pirata. Tomó su sombrero y dio una reverencia abanicando todo el Auditorio Nacional. Las luces se encendieron. La gente no paró de aplaudir y luego, en menos de tres minutos, la mitad ya estaba afuera.