Por César Martínez
En México la violencia, o al menos la percepción de la misa, ha incrementado desde que Calderón lanzó su “guerra” contra el narcotráfico el 7 de diciembre de 2006, tan sólo unos días luego de su investidura como titular del Poder Ejecutivo federal.
Tan sólo en 2010 se contabilizan más de 10 mil muertos a causa de la “narcoviolencia”, según el Ejecutómetro que realiza el periódico Reforma. A esta cifra, que no fue desmentida por el Gobierno de México, hay que agregarle los 22 mil muertos (desde el inicio del mandato de Calderón) que el Secretario de la Defensa Nacional, general Guillermo Galván Galván, reportó el 12 de abril de 2009 a la Cámara de Diputados en un informe confidencial que fue filtrado a los medios de comunicación.
Además, durante el actual sexenio, Ciudad Juárez, en Chihuahua, se reafirmó como la región más peligrosa del mundo con una taza de 101 homicidios por cada cien mil habitantes, reportado en enero en el Informe del estado de la seguridad pública en México, de la Secretaría de Seguridad Pública. Y es la segunda nación más peligrosa para ejercer el periodismo, apenas después de Irak; pero la número uno si se habla de naciones que no están en guerra con otros países.
Por eso no es de extrañar que el narcotráfico haya permeando nuestro tejido social. A casi todo se le ha añadió el prefijo narco: narcocorrido, narcopolítico, narcoabogado, narcocultura, narcoliteratura. Lo narco está por todos lados.
Música: con los corridos de grupos como Los Canelos de Durango, que componen sus loas a capos de lo que ven y no sólo de lo que escuchan, según se lee en el libro de Diego Osorno El cártel de Sinaloa. En la moda: donde botas de piel de avestruz, camisas de Versace, sombrero, jeans de mezclilla y cinturones con grandes hebilla son todo un código de identificación más que una simple forma de vestir. La religión no se escapa, desde un santo católico como lo es San Judas Tadeo hasta la veneración a la pagana Santa Muerte, pasando por el bandido milagroso Malverde, son algunas de las figuras a las que no pocos narcotraficantes se encomiendan, pero los más exóticos llegan a prácticas santeras de verdadero horror, como la que relata Sergio González Rodríguez en El hombre sin cabeza: “fumarse el muerto”, que consta en mezclar la ceniza del recién incinerado con polvo de cocaína e inhalar fuerte.
En un nivel más periférico, es decir donde ya no es precisamente el narcotraficante quien realiza los actos, el tema es abordado en obras de teatro, como Sicario (2009), dirigido por Felipe Fernández del Paso y con Emiliano Salinas, hijo del ex presidente de México, como productor asociado; en exposiciones artísticas, como la de Rosa María Robles, en Sinaloa, titulada Alfombra Roja (2008), en la cual los visitantes caminaban sobre mantas llenas de sangre que cobijaron cadáveres de personas asesinadas por narcotraficantes, sangre real que trataba de hacer la analogía con las alfombras rojas por las que caminan las grandes estrellas de Hoolywood; y en la literatura, con Malasuerte en Tijuana, de Hilario Peña, Corazón de Kaláshnikov de Páez Varela o Entre Perros de Alejandro Almazán, éstos dos últimos, periodistas; los tres libros publicados en 2009. Estos por hablar de libros meramente literarios, porque de enlistar los que son de investigación sobre el mismo tema tendríamos que agregar otros pares de títulos para ese mismo año.
Y es que en los medios de comunicación el narcotráfico fue apareciendo como una fuente más. Y en las redacciones se fue creando la figura del periodista especializado en el tema. Si Tal reportero cubre el Congreso y Cual las actividades del Presidente, hoy se puede hablar que Ricardo Ravelo, Alejandro Almazán, entre otros, cubren el narcotráfico.
Pero es una fuente peligrosa. Si se habla de más, si se hace quedar mal a un grupo y en general si no se respetan ciertos cánones del narco, la vida del reportero corre peligro.
“Cuando sabes de más te arriesgas a que te maten, por eso, por saber de más. También te arriesgas si te quieres meter a saber. Te puedes dar cuenta de muchas cosas, pero no debes ni comentarlas, ni decirlas, ni preguntar”, explica Sandra Dávila, en La Reina del Pacífico, a Julio Scherer.
Por ello, algunos periodistas se han refugiado en la literatura para exorcizar las historias que no pueden aparecen en las planas de los periódicos, pues a veces se les da demasiada importancia a los diarios y se piensa que todo lo que en ellos aparecer es verídico. Pero en una novela, en un cuento eso no pasa, “hay más libertad”, dijo Alejandro Almazán en entrevista radiofónica sobre su libro. En la literatura quien escribe puede contar la realidad, modificar nombres y hasta rasgos, y no habrá esa presunción de realidad de la que se ufanan los diarios.
Pero también han abordado el tema escritores de profesión, como Elmer Mendoza o Carlos Fuentes, con su libro La voluntad y la fortuna, que inicia: “Soy la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México.”
En su caso, Hilario Peña no es periodista ni escritor, sino capataz en una maquiladora de capital asiático, según se reseña en la solapa del libro que publicó bajo el sello de Literatura Mondadori.
Curiosamente la mayoría de estos escritores y periodistas son del norte: Elmer de Culiacán; Paez Varela de Ciudad Juárez, Hilario Peña de Mazatlán aunque vive en Tijuana; Diego Osorno de Monterrey.
Las expresiones artísticas, y en particular la literatura es un reflejo de lo que acontece en la sociedad. Al hablar sobre su novela durante una entrevista para Milenio, Alejandro Almazán dice que es “narco puro, violencia letal, la historia, pues, contemporánea de este México”. Ahí está. Analizar quién está escribiendo estos libros, qué se cuenta en ellos, cuáles son los lugares en común, cuáles son las intenciones de quienes escriben y quiénes leen esta literatura y qué les deja, ofrecerá una radiografía que no se plasma en celuloide sino en letras. Un fenómeno que bien se podría llamar el boom de la narcoliteratura. Una fotostática de lo que en algunos países llaman Narcoméxico.
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